Por distraerse, a veces, suelen los marineros Dar caza a los albatros, grandes aves del mar, Que siguen, indolentes compañeros de viaje, Al navío surcando los amargos abismos. (...) Charles Baudelaire. Las flores del mal. |
Miró a proa y vio en una de sus esquinas emerger agua a borbotones por un pequeño orificio, casi minúsculo, pero con fuerza inusitada; como si de un manantial joven y vivo tratara. Y su sorpresa fue descubrir que no era la única fisura, sino una más de tantas, y más y más que surgían allá donde miraba: a la derecha del mástil, cerca del timón, en la bancada lateral cercana a los salvavidas reglamentarios... Su barca, Albatros, fue construida por su tatarabuelo, -el más grande de los corsarios entre los piratas que decían las malas lenguas-, le había acompañado en infinidad de aventuras, pero hoy ya hacía aguas por todos lados. Por más que le aconsejaban expertos en navegación, incluso venidos de otros países, con su Albatros seguía empeñado a surcar las rutas más peligrosas y olvidadas en lo mapas y cuadernos bitácoras de los grandes navegantes de la historia; allá donde avistaba costas acantiladas escarpadas y con afiladas rocas rompeolas, allí estaba su embarcación circundando la silueta rocosa en busca de arrecifes más exóticos y extraños, auténticos tesoros venerados a su parecer. Así durante los últimos años se había afanado en arreglar sus desperfectos al paso de los años: achicar agua una y otra vez cuando ocurría alguna avería y en poner parches y más parches, aquí y allá, eso sí, los más resistentes del mercado y con poderes casi mágicos para remediar los achaques de la embarcación heredada de su familia y así seguir su camino. Pero a estas alturas, ya no le quedaba ni uno de los parches a mano y el fuerte oleaje, explosivo ante sus ojos, ya no perdonaba ni un minuto más. Era tarde para salvar su Albatros; ya ni a aquellos remotos marines reencarnados en las aves que le daba nombre, -y a los que un buen día de tormenta se encomendaron sus ancestros-, podían protegerlo...
Cuando el olor intenso a sal inundó su nariz puntiaguda, sólo entonces se dio cuenta de que literalmente tenía el agua al cuello y no le quedaba otra que salir a flote y nadar enérgicamente hasta llegar a la orilla o recoger sus aletas, ya lacias, y hundirse en fondo del océano con su Albatros.
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