Musarañas

Creyó verla venir por los cristales. Vestía de blanco puro, de una seda vaporosa que la brisa ondeaba a su antojo mientras se acercaba por el camino de baldosas. Él, desde lejos, permanecía inmóvil, absorto en sus movimientos: de vez en cuando sus dedos alados peinaban su melena dorada por el sol,  sus ojos se perdían entre tanto por la maleza y hasta la escuchaba tararear.

Cadenciosa, la distancia que los separaba no se salvaba al paso de las horas. Empezaba a impacientarse demasiado, tanto que su imagen nítida se esfumó de pronto con el humo de su cigarrillo. No, no era ella. Como cada tarde de verano, ante él sólo tenía un papel en blanco lleno de musarañas.