Bienvenidos a 'Yo Periodista'

En palabras de Goethe, "todo comienzo tiene su encanto", así que si es la primera vez que te sumerges en 'Yo Periodista' quizás seas partícipe del encanto de la profesión periodística desde la mirada de su autora. Si ya has visitado este blog, Yo Periodista intentará transmitirte ese encanto del comienzo....

jueves, 16 de mayo de 2013

Corto... y cambio

'Sala de espera'  por Ángeles Cadel
   Revista de cotilleo en mano, Cristina Alboraz esperaba su turno sentada en un sillón de escay negro. Algo nerviosa, impaciente, sus piernas danzaban a ritmo frenético sin moverse del sitio, pasaba las páginas de papel cuché sin apenas fijarse en ningún contenido concreto ni  ninguna imagen de beso in fraganti o descuido subido de tono del famoseo nacional.... Poco le interesaban aquellas historias ajenas y vanales para distraer las conciencias y tapar las vergüenzas del país sumido en un agujero negro: "Recortes, recortes, ...un poquito por aquí y un poquito por allá..."- versionaba mentalmente la canción carnavalera

  Había llegado el día; había tomado la decisión desde hacía meses y ella lo sabía; era consciente: era absolutamente necesario y había llegado el momento del cambio. Siempre había odiado esa palabra: "C-A-M-B-I-O", en la amplitud de su significado y por todo lo que casi siempre conllevaba.  Odiaba los cambios a cualquier nivel, incluso hasta en las cosas más tontas y cotidianas, como mover de sitio un cuadro, un bolígrafo o un cazo. Lo sabía;  era una obsesión absurda  en la que se parapetaba ella misma por no querer reconocer la  verdadera causa de todo lo que le pasaba cada día: "y la causa, querida", - se decía a para sí- era ese sentir tan humano como cualquier otro, pero que ella había etiquetado como "palabra exiliada y repudiada" por su propia lengua; cinco letras tenía la innombrable que retumbaban en su interior a menudo y en silencio: "M-I-E-D-O"

  Desde el fondo de la sala, la mujer de bata oscura y trenza desgreñada le hizo un gesto con la mano indicándole un nuevo emplazamiento en el que debía sentarse. Los acaso cinco metros de distancia entre un sillón y otro, le parecieron terriblemente interminables: un pasillo largo con espacios laterales vacíos e indefinidos y con un suelo de superficie inestable que se tambaleaba a su paso. A cada lado parecían coexistir una flora y fauna que le resultaban muy peculiares: ruidosas, charlatanas y de miradas altivas, con formas extrañamente estrambóticas, procedentes seguramente -fantaseaba- de alguno de los bosques misteriosos recreados a veces por ella misma en el papel con sus historias de aventureros que surcan galaxias lejanas. 

   Siguiendo las indicaciones de la rubia sonriente, tomó de nuevo asiento y recostó la cabeza en aquella pileta de dudoso material blanco tiznado. Por pura inercia cerró los ojos y se dejó hacer, aunque  en su mente revoloteaban mil y una historias a ritmo de un suave masajeo de manos sobre su cabeza. Y, entonces, lo sintió: de nuevo la recorrió un latigazo ondulante desde los pies a la nuca, con retorno y efecto bumerán. Sí, era la misma sensación que le había paralizado durante todo lo que llevaba caminado, y más intensa si cabe al ver su propio reflejo en ese salón lleno de espejos colgantes. Claro que ella misma se había construido una especie de coraza de hierro de cara a la galería  y se erigía como una Sansón, capaz de enfrentarse a lo que viniera, ya sean ejércitos de problemas o decepciones y a derribar edificios consolidados  sólo con sus propias manos. No, sus músculos bíceps no estaban tan desarrollados ni su piel era tan morena y tersa como imaginaba aquel personaje bíblico, más bien al contrario: los distintos estreses de ciudad  acumulados en sus ojos la consumían por días y  su aspecto era cada vez más escuálido y pálido; "sí, lo sé..."- asentía- tal vez se debiera a que por su vida ya habían pasado varias Dalilas, en masculinos y en femenino, que le habían sacado hasta los ojos a beneficio de sus ambiciones e intereses. Enmascarados en un catálogo de halagos o buenos modales codiciados, la habían hecho añicos, repartiendo y llevándose las mejores partes. Hasta entonces, había logrado recomponerse siempre, sin embargo ¿sería posible que aquel cambio, -"otra vez la maldita palabra", pensaba-  al que  estaba a punto de someterse y por su propio pie le llevaría a perder esa fuerza sansónica que la caracterizaba e iría directa al matadero en una grandiosa jaula de leones?

   Es curioso - reflexionaba en silencio- cómo en la mente humana primero aflora siempre el lado negativo de las cosas que crecía y se extendía rápido y veloz, con agarre inusitado, como la mala hierba que llena de vileza el huerto mimado y deseado. Y sabía,. -sí, lo sabía- que para hacer de sí un caldo de cultivo fructífero y en constante evolución debía ser ella misma la que arrancara de cuajo los yerbajos para dejar paso al campo de rosas, azucenas y amapolas azules que imprimían el color y el aroma de su día a día. Y así vivir; "vivir sólo es eso" - pensaba-, tan sencillo y tan complejo a la vez... O -apenas tras una milésima de segundo- "sobrevivir, o malvivir, más bien y en estos tiempos que corren", - se autorectificaba en su mar inseguro...  En esas andaba nadando, cuando una voz melódica interrumpió sus pensamientos entre dudas y cantos de pájaros: 

-  ¿Cómo lo quiere?

  Volvió en sí, a tiempo real, y abrió los ojos. Se miró atentamente en uno de los espejos colgantes mientras las manos de la misma mujer de antes, -la de bata negra, trenza desgreñada y voz melódica-, le desenredaba con la yema de los dedos su larga melena azabache.

- Corto... y cambio.- contestó con firmeza y decisión mientras aquella estilista de mirada ansiosa agarraba las tijeras rojas de la cercana mesita auxiliar.

  No, no era un código cifrado de  comunicación walkie-talkie en una operación de la policia secreta. Podría parecer una estupidez de decisión;  cortarse el pelo de vez en cuando era demasiado habitual y común entre los mortales. Pero, para ella, en ese justo momento, era más que eso; sencillamente sólo era su principio del comienzo. 

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