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jueves, 23 de abril de 2020

La Cueva de las Águilas. Un cuento de Alfonso Pedro

Entre tanto libro, tanto poema y tanta inciativa lectora que vemos hoy por todos sitios, aunque sea de manera virtual, no quiero olvidarme del papel fundamental que tienen los más pequeños en este día del Libro  y la importancia del fomento del hábito lector y de saber motivarlos para sumergirse en la aventura de leer. Para ello, contamos con una colaboración muy especial, la del riotinteño Alfonso Pedro, amigo escritor y poeta de versos profundos e intensos, que nos rescata este cuento que escribió hace un tiempo para el disfrute de los niños, y más en estos días en casa. Pasen  y lean... 

LA CUEVA DE LAS ÁGUILAS 
Por Alfonso Pedro 



Aunque ese día no había colegio porque era fiesta, Daniel se levantó temprano. Estaba contento, ansioso de que llegara la hora a la que había quedado con su grupo. El día anterior los alumnos se habían distribuido en equipos para que, aprovechando que estaban en mitad del otoño y que al día siguiente no tenían que ir a clase, buscaran hojas de árboles caducos e hicieran una composición con ellas en una cartulina.

Habitualmente Daniel no lo tenía fácil para encontrar equipo; ni siquiera para jugar a la hora del recreo. Todos decían de él que era un poco patoso y que no sabía jugar, así que no solían contar con él. Aquella vez fue diferente. Había sido la propia maestra la que, conociendo lo ocurrido, organizó los equipos. Y a Daniel le había tocado con Hugo (al que todos consideraban el líder de la clase), Toño (inseparable de Hugo), Susana (hermana de Toño) y Espe (una niña nueva ese año en el cole y con la que a todos se les caía la baba).

Así, andaba Daniel terminándose el desayuno cuando entró su padre en casa diciendo que
acababa de ver a los compañeros de éste andando hacia las afueras del pueblo. No podía ser;
habían quedado a las diez y media y todavía faltaba más de un cuarto de hora para ese momento.
Daniel dejó el resto del desayuno sobre la mesa, cogió su bolsa y salió corriendo en busca del
grupo.

-¡Esperadme!- se escuchó a lo lejos. Toño, el primero en advertir el grupo, giró la cabeza y vio
a Daniel corriendo hacia ellos.
– ¡Vaya, ahí viene el patoso! ¿Cómo se habrá dado cuenta? - dijo Toño.
– ¿Qué hacemos, salimos corriendo? - preguntó Susana.
– No – respondió Hugo-, ya nos ha visto y éste es capaz de chivarse a la maestra.
– Hola – jadeó Daniel al llegar a la altura de los demás, con poco resuello para respirar-. Creí
que habíamos quedado a las diez y media.
– No, a las diez. Tú tan torpe y patoso como siempre – le contestó Espe.


Murmurando entre ellos, sin apenas poder entender Daniel lo que decían, continuaron andando. Recogieron algunas hojas caídas de los árboles cercanos al riachuelo. Casi todas parecían iguales.
– La maestra va a decir que no sabemos buscar hojas; son todas idénticas – advirtió Susana.
–Claro, con el bulto éste de niño que nos ha puesto en el grupo no podemos ni encontrar hojas
decentes. ¡Si será hasta gafe! - concluyó Toño.
– Vayamos a la “cueva de las águilas”- propuso Hugo.
– ¡Uf! Eso es peligroso, Hugo – dijo Toño.
– ¿Qué es la cueva de “las águilas”? - Preguntó Espe.
– Una cueva que hay en el monte pelado. Dicen que dentro viven águilas
que son capaces de devorar a una persona viva- respondió Susana.
– ¡Anda ya, eso no puede ser! - apostilló Hugo-. No es más que
invenciones de los mayores para que los niños no nos acerquemos. Allí
alrededor hay árboles diferentes. Y me parece que seríais unos cobardes
si no venís.
– A mí no me deja mi madre meterme en la cueva – dijo Daniel.
– ¿Y cómo se va a enterar tu madre de que entras en ella, bobo? - se rio Toño.

Hugo le dijo que era un miedoso y un bobo y que, si no iba con ellos, no aparecería su nombre
en el trabajo y le dirían a la maestra que no quiso colaborar, así que a Daniel no le quedó más
remedio que acompañar a los demás a la temida “cueva de las águilas”.
Conforme se iban acercando a la cueva, a Daniel se le iba acelerando el pulso. Al llegar, todos
comprobaron que era cierto que allí había árboles distintos, con lo que no tardaron en recoger varias hojas de diferentes formas y tamaños.
– ¿Quién se atreve a entrar en la cueva? - preguntó Hugo.
–Es peligroso, Hugo, no creo que sea buena idea- se apresuró a decir Daniel.
– ¡Entremos! - concluyeron Susana, Espe y Toño.
–Tú primero, Daniel – propuso Hugo.

Como Daniel no quería seguir pareciendo el patoso bobo que todos le decían, se llenó de valor
y entró primero en la cueva. Había mucha humedad, pues se filtraba el agua y hacía que el suelo
estuviera muy resbaladizo. En uno de sus habituales traspiés, cayó al suelo y se arañó la pierna.
Su quejido sirvió para que los demás se rieran de él, así que sus ojos se enrojecieron más por la
vergüenza y la rabia que por el dolor.
–¡Quita!, no sirves ni para descubrir cuevas – se burló Hugo.
Quedando Daniel sentado sobre una piedra y mirándose el profundo arañón, el resto del grupo
siguió avanzando. Poco tardaron en comprobar que no sólo Daniel iba a sufrir las consecuencias
de la humedad. Cuando quisieron descender por los salientes de las piedras, fueron resbalando
uno tras otro hasta terminar los cuatro en el suelo. El que peor escapó fue Toño, que, además
de rasguños, se torció el tobillo y gritaba de dolor.
– ¿Qué te pasa, hermano? - le preguntó Susana.
– No puedo mover el pie, me lo he roto entero – le contestó este. -Ayudadme a salir de aquí,
quiero salir y me quiero ir a mi casa, me duele el pie.
Entre Susana, Espe y Hugo levantaron a Toño e intentaron escalar nuevamente las rocas, pero
estaban mojadas y resbalaban una y otra vez. Acababan de meterse en un buen lío y no sabían
cómo salir de él.
– ¡Daniel, ayúdanos! - gritó
Espe.
– ¿Y qué puedo hacer? No
alcanzo vuestras manos para tirar
de vosotros- contestó Daniel.
– ¡Me duele! - repetía Toño una y otra vez.
Sin mediar palabra y echando un
vistazo a su pierna magullada, Daniel se puso en pie y salió corriendo de la cueva.
–¡Miedoso, bobo, patoso! - se oía gritar a los demás desde dentro de la cueva.
– ¡Mal amigo, vuelve!- oía Daniel decir a lo lejos.
– ¿Qué hacemos ahora? Tengo miedo – decía Espe a Susana, quien no la oía por estar llorando
y pendiente del tobillo hinchado de su hermano.
– ¡Maldita sea! Cuando coja a ese patoso se va a enterar- dijo Hugo.
Cerca de una hora más tarde, los cuatro niños oyeron voces en el exterior y empezaron a gritar
para que, quienes pasaran por allí, los oyeran.
–¡Susana, Toño! - se oyó gritar. Era una voz familiar, el padre de los hermanos que,
acompañado por Daniel y su padre, entraban en la cueva en auxilio de los niños.
– No os preocupéis, hijos, ya estamos aquí- dijo Andrés, padre de Toño y Susana, quien
descendió hasta los niños y examinó el pie de su hijo, observando que se trataba únicamente de
una buena torcedura, pero que no había nada roto.
– Voy a vendarte el pie, hijo y después tendrás que subir por esta escalera. Te dolerá un poco,
pero no tienes más remedio que soportar ese dolor. Cuando salgamos, iremos a que el médico
te vea ese tobillo y te mande algo para bajar la hinchazón.
Una vez fuera, los dos hermanos, Espe y Hugo subieron al coche de Andrés. Antes de arrancar,
Hugo volvió la cabeza a Daniel y dijo:
– Gracias, Daniel. Perdón por lo que te dije antes.
Daniel, antes de volver a casa andando con su padre, se volvió a la cueva y recogió la bolsa
donde habían guardado las hojas.

Al día siguiente, a la hora de entrar al colegio y en la fila de la clase de los niños, se observaban
varias cartulinas con hojas caducas. Una de ellas, quizás no la más bonita, ni tampoco la que
más hojas tenía, era sujetada por Daniel. A su lado, Hugo le echaba el brazo por encima.
En la cartulina, además de las hojas con los nombres de sus respectivos árboles, aparecían cinco
nombres de alumnos:
Hugo, Susana, Espe, Toño y Daniel.

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